Si hay algo que nos distingue como mexicanos, es que siempre le vemos el lado positivo a nuestras desgracias. No obstante, ¿cuándo este optimismo resulta dañino para nuestras instituciones financieras?
Por azares del destino, mi familia y yo nos mudamos a Suiza en 2016 y vivimos ahí por dos años. Podría dedicar esta columna entera a hablar de todas las concepciones erróneas que tenemos los mexicanos al idolatrar a dicho país como la tierra prometida, pero lo indiscutible es que están económicamente más estables que aquí en territorio azteca.
Más allá del idioma o la puntualidad, para mí, el shock cultural más grande fue descubrir que ellos compartían un rasgo de personalidad en común: todos eran enormemente pesimistas. Si les preguntabas acerca del clima, te respondían que nunca les terminaba de agradar; si les preguntabas acerca de su comida, te respondían que siempre era insípida; y si los cuestionabas acerca del alto porcentaje de estudiantes expulsados por no satisfacer los estándares académicos, te contestaban que así era la vida, siempre tornadiza, y que entre más rápido te acostumbraras, mejor.
Aquí entre nos, y haciendo un buen ejercicio de introspección, yo no encajo exactamente en el estereotipo que tienen los extranjeros de un mexicano: me sale mal bailar las cumbias, nunca me entero cuando Soriana saca promociones para las botellas de tequila y, para la decepción de mis amigos suizos, tampoco trafico cocaína como Pablo Escobar (sí, allá creen que él es mexicano). Pero ciertamente, si hay algo que caracteriza al mexicano es su carisma, su carácter “amiguero”, su calidez y, sobre todo, su optimismo.
Fue en ese punto donde me pregunté lo siguiente: ¿es posible que la efectividad con la que se manejan las finanzas de un país esté profundamente arraigada con la personalidad de sus habitantes?, ¿nos convendrá, después de todo, seguir siendo tan complacientes como tenemos fama, o será que hay algo que aprenderle a la frialdad de otras culturas?
En este momento, resulta cada vez más evidente que nuestra sociedad va a tener que pelear contra un “monstruo” de cuatro cabezas en los meses por venir: una crisis económica, política, sanitaria y de seguridad. Por motivos de espacio, me enfocaré sólo en las primeras dos.
El reto del coronavirus no solo vino a exponer las graves grietas institucionales que veníamos cargando desde hace ya varios años, sino que llegó para acelerar las inevitables consecuencias de estas mismas. La pandemia amenaza con impactar enormemente a la economía mexicana, situación por la cual distintas organizaciones financieras, nacionales e internacionales, prevén una caída de entre un 4% y un 12% del PIB. Incluso la misma SHCP, muy a pesar del malestar presidencial, ya aceptó que la economía caerá indudablemente durante este 2020. Cuestiones relacionadas a la inversión privada, como la reducción de la calificación de México a perspectiva negativa por parte de agencias como Moody’s, tampoco resultan ser un buen signo de los tiempos por venir.
Tratándose de la parte política, no puedo aportar más que no se haya dicho ya en decenas de columnas, notas periodísticas, publicaciones de redes sociales y mesas de debate. El gabinete de López Obrador se ve rebasado constantemente por la altura de las circunstancias y son abofeteados, una y otra vez, por algo a lo que no se le puede censurar, desmentir con “otros datos” o ahuyentar con estampitas de tréboles de seis hojas: la realidad. Sólo que ellos no lo saben, es más, no saben que no saben.
El gran cuestionamiento aquí es: ¿todo esto podría mejorar adoptando un poco de la sobriedad de otras culturas en la nuestra? Soy un firme creyente de que sí. Estoy convencido de que es hora de integrar en México un nivel decente de rigurosidad y disciplina, de mostrar poca tolerancia ante todas las irregularidades intelectuales con las que nos topamos a diario por parte de las autoridades y de desarrollar un rechazo categórico a discursos demagógicos que glorifican la carencia cuando, en el fondo, no son más que la zalamería de personalidades apáticas, cínicas, autoritarias y parciales.
Es bajo este nuevo enfoque de objetividad y sensatez que debemos de dejar a un lado nuestras filias y fobias y comenzar a replantearnos todo: la viabilidad de los proyectos faraónicos, la sombra del clientelismo político en los programas sociales y los fracasos, producto de la incompetencia, que terminan dando lugar a concepciones llanas como un medidor de felicidad y espiritualidad para calcular el crecimiento económico de un país.
Esto ya no se trata de proteger el orgullo patriótico o de mantener los ideales altos compartiendo frases de Warren Buffett o Steve Jobs en nuestro muro de Instagram, se trata de analizar, con toda sinceridad, qué nos define como país, cuáles son nuestras deficiencias y cómo consolidamos los principios que nos ayudarán a crecer de aquí en adelante.
Sólo a través de ese enfoque frío y sin sentimentalismos, constantemente menospreciado por los mexicanos, es que podremos encontrar la claridad necesaria para salir del hoyo en el que nos encontramos. Resultaría irónico que al final, la respuesta que siempre estuvimos buscando en el sistema financiero mexicano, la encontráramos de la manera menos mexicana posible: en una tierra fría, sin tequila ni rica comida, pero eso sí, con un poquito más de razones para celebrar en el aspecto económico.
Escrito por Oscar Hernández Sámano
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